Economía

El populismo es el verdadero legado de la crisis financiera mundial

“Las clases trabajadoras, tan queridas por los políticos, fueron las víctimas del derrumbe económico”, asegura Philip Stephens en esta columna sobre la crisis subprime.

Por: Philip Stephens Director del Consejo Editorial del Financial Times | Publicado: Lunes 12 de noviembre de 2018 a las 04:00 hrs.
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El legado de la crisis financiera mundial pudo haber sido una reinvención de la economía de mercado. La tendencia en la que todo se vale pudo haberle dado paso a algo que se acercara un poco más a una en la que todos ganan. Los elocuentes discursos y las audaces promesas que siguieron a la crisis -pensemos en Barack Obama, Gordon Brown, Angela Merkel y el resto de los personajes similares- ofrecían esa posibilidad. Pero, en cambio, hemos terminado con Donald Trump, con el Brexit y con el nacionalismo que aboga por empobrecer al vecino.

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El proceso iniciado por el colapso de Lehman Brothers en septiembre de 2008 produjo dos grandes perdedores: la democracia liberal y las fronteras internacionales abiertas. Los culpables -los cuales incluyen a banqueros, a banqueros centrales y reguladores, a políticos y a economistas- han ignorado su responsabilidad. El mundo ciertamente ha cambiado, pero no de la manera ordenada y estructurada que hubiera representado una reforma inteligente.

Después de una década de ingresos estancados y de austeridad fiscal, nadie puede sorprenderse de que los más perjudicados por las consecuencias económicas de la crisis estén apoyando los levantamientos populistas en contra de las élites. En las democracias ricas, significativos segmentos de la población han rechazado la economía de laissez-faire y las fronteras abiertas de la globalización. La inmigración a gran escala puede ser perjudicial en el mejor de los casos. A eso agreguémosle austeridad, y eso ocasiona que a los inmigrantes fácilmente se les use como chivos expiatorios.

¿Y los mercados?

Lo más sorprendente es cuán poco ha cambiado la operación de los mercados financieros internacionales. Un puñado de banqueros fueron despedidos y algunas instituciones recibieron significativas sanciones y multas. Pero la carga ha recaído sobre el Estado o sobre los accionistas. Los arquitectos del capitalismo financiero sin restricciones siguen contando los ceros en sus bonificaciones. Lo peor que les ha sucedido es que deben esperar un poco más antes de cobrarlas.

A pesar de las reformas regulatorias iniciales (los bancos deben retener un poco más de capital y emplear ejércitos de funcionarios de cumplimiento), la vida en Wall Street y en la City de Londres ha continuado igual que antes. A los banqueros se les paga generosamente por actividades socialmente inútiles, los contribuyentes financian enormes subsidios estatales en forma de garantías demasiado grandes para quebrar, y los matemáticos jóvenes e inteligentes crean nuevos instrumentos, peligrosamente complicados, para mantener ocupadas a las salas de transacciones. Ahora, como entonces, las ganancias se privatizan y el riesgo se nacionaliza. Lo que falta es la competencia que mantiene honesto al capitalismo.

En la medida en que hubo autopsias de la crisis, las conclusiones radicales se dejaron de lado, abandonadas acumulando polvo, tan pronto como se publicaron. Los banqueros centrales negaron tener complicidad. Lo mismo hicieron las agencias encargadas de la supervisión del mercado. Alan Greenspan, quien fue presidente de la Reserva Federal hasta 2006, era el sumo sacerdote de los mercados sin restricciones. Él todavía es venerado como un sabio. En su posición de gobernador del Banco de Inglaterra, Mervyn King redujo sus recursos normativos sistémicos y echó la culpa de la crisis a los bancos de inversión. Retirado de un cargo público, actualmente trabaja como consultor para Citigroup.

Carga en clase trabajadora

En cuanto a los políticos, ellos prometieron que quitarían a las finanzas de su dorado pedestal; que la verdadera economía (Main Street) tendría primacía sobre los mercados bursátiles y las corporaciones financieras (Wall Street); y que los mercados serían los sirvientes en lugar de los amos del pueblo. "Todos estamos pasando por esto juntos", solía decir George Osborne, el entonces secretario del Tesoro del Reino Unido. Pero no lo estábamos. El peso del costo de la crisis en gran parte recayó sobre los hombros de los menos capaces de soportarlo. La reducción fiscal se centró, en su mayoría, en recortes del gasto público en lugar de en impuestos más elevados. En el caso del Reino Unido, Osborne estableció la proporción en 80:20. Mientras menos ganas, más dependiente eres del gasto estatal. Las "clases trabajadoras", tan queridas por los políticos cuando necesitan votos, fueron las víctimas.

Hacer estas observaciones, casi autoevidentes, es explicar el retorno del populismo. ¿Quién puede sorprenderse de que los trabajadores estadounidenses de raza blanca, que han perdido un empleo que alguna vez era seguro, ahora apoyen a Trump? Tampoco es extraño que ciertos grupos demográficos similares apoyaran al Brexit, influenciados por una tóxica retórica que culpaba a los inmigrantes de su desgracia. Sólo basta observar lo que está sucediendo en Europa continental para darse cuenta de que el aumento del nacionalismo extremo refleja la erosión de la economía de mercado social, una marca de capitalismo que les ofrecía participación a los votantes comunes.

La tecnología digital y la anticompetitiva búsqueda de rentas por parte de un puñado de gigantes tecnológicos han intensificado, por supuesto, las tensiones. El costo de la agresiva evasión fiscal de Google recae en quienes menos pueden costearla. La emoción que más ha contribuido a aumentar las filas de los populistas ha sido la sensación de injusticia: la creencia de que las élites son indiferentes ante su difícil situación.

Trump y sus colaboradores no ofrecen respuesta alguna. Por el contrario, los legendarios miembros de la "base" del presidente estadounidense serán los perdedores de sus guerras comerciales. Ellos ya han sido robados por los recortes de impuestos para los extremadamente ricos. Los trabajadores británicos estarán en una peor situación como consecuencia del Brexit.

Los partidos de la Liga de Italia y la Agrupación Nacional de Francia, anteriormente conocido como el Frente Nacional, están vendiendo la misma cura mágica. Pero muchas de las quejas que identifican son reales.

Los historiadores recordarán la crisis de 2008 como el momento en que las naciones más poderosas del mundo renunciaron al liderazgo internacional y en que la globalización comenzó a dar marcha atrás. El resto del mundo ha comprensiblemente concluido que hay poco que aprender de Occidente. Muchos pensaron en el momento del colapso del comunismo que éste presagiaría una permanente hegemonía de las democracias abiertas y liberales. En cambio, lo que realmente desconcertará a los historiadores es por qué el antiguo régimen fue tan indolentemente complaciente, incluso cómplice, en relación con su propio fin.

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